Las primeras “FAROLAS”

El taxi no dejó en el madrileño teatro”Infanta Isabel”.
Alguien abrió la portezuela, y descendí con un susurrado “gracias”.Faltaba algo menos de media hora para el comienzo de la función y me agobiaba tener que maquillarme con prisas. Un grupo de futuros espectadores hacían cola en la taquilla y crucé entre ellos. Junto a la cristalera de entrada me detuvo una voz:
”Amparo, por favor ¿podrías darme una ayuda? Estoy durmiendo en la calle.”
Junto al bordillo me miraba un muchacho de unos treinta años. El taxi del que acababa de bajar con mi hija seguía camino y él, cerrando la portezuela, concluía así su pequeño servicio.
“Perdona que te aborde- insistió- pero estoy durmiendo en la calle y tú eres la segunda persona de esta tarde que me presta atención”.
Jamás le hubiera tomado por un mendigo. Vestía  un pulcro pantalón de pana y zapatos marrones. La gabardina blanca, la barba crecida y el rubio pelo, le daban un cierto aspecto de principe-leñador de cuento de Andersen.
Rechazando el estúpido prejuicio que suele acudir presto en ocasiones así, me acerqué con unas monedas. Él me habló del frío..,de la vergüenza…me pidió disculpas tantas veces que empecé a sentirme mal y, casi en una huida ,di media vuelta y entré en el teatro. Pero alejarme unos metros no sirvió de nada; sus palabras habían calado muy adentro y los mil grillos de la conciencia se revolvían con sus sones molestos y chirriantes. Vaciando el monedero, rogué a mi hija que se encargase de comprar mi tranquilidad de aquella tarde.

Días después volvimos a encontrarnos. Seguía en el mismo lugar, junto a la entrada del teatro, pero su actitud había cambiado. Sobre el brazo llevaba un buen montón de gacetas y se deshacía en dar explicaciones a todo aquel que quisiera escucharle .El motivo de su alegría no era otro que la iniciativa creada en Inglaterra cinco años atrás y que, tras haber pasado a Francia, nos llegaba ahora del país vecino. Consistía  en una publicación semanal llamada “La Farola” que se vendía por muy poco dinero y cuya recaudación tenía como fin paliar la situación de cientos de marginados.
“Soy feliz- rió-, el más feliz del mundo”.
Sus ojos azules se abrían queriendo abarcar la noche.
”Gracias a este trabajo tengo otra vez conmigo a mi mujer y a mi hijo, que son lo más importante de mi vida. Ya no soy el mendigo de la acera; me llamo Ángel- señaló la tarjeta de vendedor prendida en la solapa- y he recuperado mi dignidad.
 Sentados en un café cercano me contó cómo las circunstancias conducen a la mendicidad , a la droga, y no necesariamente en este orden, a un licenciado en historia que nunca había podido ejercer, y de cómo se había visto obligado a separarse de su mujer y su hijo por no poder mantenerlos. Ángel sabía lo que era dormir en la calle, descargar camiones, cuidar coches…Había sentido el dolor de varias puñaladas en una maldita noche, y el soplo cercano de la muerte en la UVI de un hospital.
Sin embargo, Ángel, estaba dispuesto a comenzar de nuevo, y contaba con dos poderosos pilares: el cariño de los suyos y, más aun, la imprescindible autoestima .
Su mano, abierta ayer para pedir limosna, ofrecía  hoy el periódico de los “sin techo”,en cuyas páginas no se reclamaba la mediocre y humillante compasión, sino honesta y llanamente, la voluntad de incorporar a nuestra sociedad a quienes nunca debieron salir.
Con los datos obtenidos escribí un artículo que me publicaron en el ABC.
Ángel y yo volvimos a vernos en sucesivas ocasiones, ya que su “puesto laboral”, continuaba en el mismo sitio que el mío mientras duró la función de teatro. Una tarde vino a verla acompañado de su mujer. Nos compró una flor, que yo guardé entre las páginas de un libro. Perdimos el contacto al acabar la temporada,pero pocos años después y casualmente, nos encontramos en la calle y quedamos al siguiente día en una terraza de la plaza de Los Cubos. Acudió de nuevo con ella, y delante de una cervecita y unas patatas, nos pusimos al corriente de nuestras respectivas novedades. Él daba clases de suplente en un instituto y cuando surgía, hacía de extra en cine y t v. Su mujer también trabajaba, no recuerdo en qué. Vivían en casa de los padres de ella y salían adelante, más o menos. 
 Intercambiamos los móviles,ya tenía móvil,claro, con la promesa de no volver a distanciarnos.
La pareja respiraba optimismo, ilusión y amor.
Volví a mi casa con esa sonrisa que tenemos en algún lugar perdido de nuestra mente y que surge de vez en cuando…cada vez más de vez en cuando.
Sin embargo, aquel propósito no se cumplió. Un tiempo después, le llamé para invitarles a otra de mis funciones y me contestaron que el número no correspondía a ese usuario.
Ya no he vuelto a saber de ellos.

1 comentario:

El lugar de las cosas invisibles dijo...

Historias como esa nos ayudan a seguir luchando. ¿Habrá acabado bien?