UNA SECTA
BRASILEÑA
Sé que en algún
tiempo he tenido más que harto a mi ángel de la guarda y comprendería que me
hubiera mandado a hacer gárgaras, pero nunca ha sido así; siempre ha sonado la
alarma y me ha dicho:¡toca hacer mutis, mujer!, y yo he obedecido.
Ocurrió hace
años: mi entonces amiga Ángeles, periodista en Radio Nacional, acababa de
entrevistar a dos integrantes de una secta brasileña, cuyo principal fin
consiste en luchar contra la magia negra, tan usual por esas tierras. Esta
secta, con multitud de adeptos entre nuestra población inmigrante, tenía su
sede en un hermosísimo local que fue cine en tiempos, al sur de Madrid.
Y allí que nos
fuimos Ángeles y yo una lluviosa mañana de primavera.
Según me
informaron, los jerarcas de esta iglesia se autodenominan “obispos”,y la
entidad en sí, maneja grandes sumas de dinero provenientes, entre otras vías,
de las cuotas de los prosélitos.
El espacioso patio
de butacas estaba casi abarrotado de mujeres y hombres, latinos casi en su
totalidad. En el escenario, un hombre joven, moreno de pelo y piel, y con
gruesas gafas de miope, cantaba y tocaba en el piano una linda canción, bien
entonada y dulce, que podría muy bien haber compuesto Roberto Carlos. La letra ,como
imaginareis, no contaba cosas de un gato “triste y azul, no; trataba de Jesús..,
amor a Dios.., perdón por nuestros muchos pecados… en fin, lo de siempre.
Tuvimos suerte y encontramos un par de butacas
libres próximas al obispo que, concluidos los cánticos, se situó en medio del
escenario para repetir el mismo mensaje, esta vez en formato “arenga “.
Admito que la
monserga ya me estaba superando, pero Ángeles parecía encantada y yo me resigné
a “echar la mañana a perros”
El señor obispo,
a modo de salmodia, hablaba y hablaba monotemático de Jesús, del pecado, del
amor…y no sé cómo, pasó de esto, a recomendar un óleo milagroso que , previa
bendición, curaba los males del cuerpo y, por supuesto, del alma .
Para demostrar tal prodigio, invitó a subir a
alguno de los presentes que lo hubiese probado y al momento, casualmente estaba en la sala, una
voluntaria cincuentona, gordita y trigueña ella, contaba su historia
visiblemente emocionada. Resultaba ser una ex artrítica, dolorosamente inválida, que había
sido tratada con el óleo y había comprobado día a día su curación, que ningún médico
se explicaba. Para demostrar su milagroso y total restablecimiento, se puso a dar botes sobre el
escenario. Aquello me recordaba una de esas películas americanas de iluminados
y feriantes.
Nunca supe si el
aceite se vendía o no, porque cuando la
ex artrítica saltarina acabó su demostración ,el obispo sugirió que aquellas
personas que desearan ungirse con el aceite, gratuitamente, formasen cola bajo
el escenario y si, además, querían hablar con él al final del acto, formasen
una segunda cola en el vestíbulo.
“Donde fueres, haz lo que vieres”
Por supuesto, nos
pusimos en la cola, nos pringaron la frente con el aceite sagrado y después
subimos al entresuelo del local para ver a una cierta distancia en qué consistían
las entrevistas. La cola que se formó fue considerable y el espectáculo era,
cuando menos, curioso. El pecador o pecadora de turno le decía cosas que no
alcanzábamos a oír y el obispo, lanzando al aire su repetida perorata, bendecía
dibujando cruces en el aire, pero cuando la mala acción era demasiado mala, la
suave bendición se tornaba en violenta sacudida de cabeza a modo de exorcismo
(digo yo, claro, que sólo lo ha visto en películas) Las súplicas a Jesucristo
se hacían entonces audibles, aumentando por momentos nuestra perplejidad.
Creí que la altura garantizaba mi anonimato pero
no resultó así. De pronto, entre sacudida y sacudida de cabezas, el obispo
levantó los ojos y, a través de sus gruesos lentes, pareció descubrirme entre
tanta gente y me miraba con una fijeza quizás más intuida por mi parte que real. A continuación, a una señal suya, una joven obedeciendo instrucciones,
subió la escalera dirigiéndose a mí.
”El obispo Martínez
quiere hablar con usted. Por favor espere a que termina con los feligreses”
Os podréis
imaginar mi desconcierto. En aquel vestíbulo podríamos estar perfectamente
doscientas personas y, repito, yo me encontraba en el piso superior.
Cuando Martínez
dio por finalizadas las bendiciones y exorcismos vino a mi encuentro y me condujo
a un pequeño despacho que cerró con llave.
“Yo soy Martínez-se
volvió-¿y tú?
“Yo no- contesté absurdamente aturdida”
“Claro, ya sé que tú no lo eres, pero te
pregunto cómo te llamas”
Tras el ridículo anterior me presenté. Él pasó junto a una pequeña mesa y se volvió
de nuevo:
“¿Qué te sucede, hermana?”.
Yo no tenía
previsto contar mis asuntos a nadie y le contesté que no me sucedía nada, pero que sí
tenía curiosidad por saber el por qué de su requerimiento.
”He visto tanta
tristeza en tu mirada, que he sabido que era contigo con quien debía hablar”.
La conversación
que mantuvimos fue cálida y cordial.
Como curiosidad
contaré que cada pocos segundos, pronunciaba un enérgico y casi violento “amén”.Muletilla
a la cual, divertida, me uní desde el principio.
Él escuchaba,
discutía y finalmente aceptaba las razones que fuerzan a una persona a
separarse y aun rechazar las doctrinas establecidas por hombres, que saben
tanto de Dios como el resto de los humanos, o sea…nada.
Rebatí todas y
cada una de sus bienintencionadas iniciativas y al fin, rendido, me pidió
permiso para bendecirme y rogar a Jesucristo que me protegiese.
Yo pensé que, mientras
no me sacudiese la cabeza..,bien.
Al comentarle mi afición a escribir libros, me
pidió por favor que corrigiera una publicación editada por ellos, acerca de los
distintos rituales para abortar los estragos de la magia negra. Yo acepté y con
eso nos despedimos.
El libro en
cuestión era una sarta de narraciones espeluznantes en su contenido, pero
fatalmente escritas, fatalmente redactadas y con una ortografía que dañaba la
vista. Estuve corrigiendo varias horas y, para no dar pista alguna,
decidí mandarlo por mensajero desde una empresa en la que trabajaba una querida amiga, y que nada tenía que ver conmigo.
El por qué llamé
la atención de este hombre, me inquietó durante un tiempo hasta que alguien
medio una explicación lógica : yo era casi la única española entre toda la
“feligresía” de aquella mañana. La única que vestía gabardina blanca con
gorrita, y la única, todo el tiempo, asomada a la barandilla del piso superior.Por otra parte, tampoco
resulta creíble que percibiera mi mirada, triste o no, a esa distancia y con su
vista deficiente.
Eso fue todo.
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