PIANISTA DE PACOTLLA 


En aquella casa de San Bernardino 13 hacía un frío que pelaba. Su dueña, Maria Rosa,era vecina puerta con puerta de mi tía Paquita y en el modesto edificio no había calefacción. Las reuniones invernales de cada tarde en casa de mi tía eran, según costumbre de la época, en torno a una mesa camilla. En el hermoso brasero de bronce encastrado a los pies, ardían rescoldos que se avivaban con la vadila de tanto en tanto, templando las piernas y el resto del cuerpo de forma inmediata y gratificante. En estas circunstancias, acudir al cuarto de baño( al final del pasillo) requería algo de arrojo y, sobre todo, mucha necesidad. 
El pequeño cuarto emanaba un suave olor a invierno y al café con leche que mi tía preparaba para las visitas (siempre las mismas, mi madre y un par de vecinas) acompañado con galletas Maria. Por Navidad,la oferta se ampliaba con polvorones, almendras garrapiñadas y algún otro dulce propio de las fiestas ...¡¡¡Sin miserias, en fin!!!

Corría la década de los sesenta (una es ya muy mayor)

Al salir del instituto Lope de Vega, centro en donde intentaban instruirme sin demasiado éxito, acudía yo dos veces por semana a clase de solfeo en el Real Conservatorio de Música, apenas unos metros más abajo de la misma calle.

En el tercer año,mi madre me matriculó también en primero de piano, de forma que cada día de la semana, o bien tenía clase en el centro, o practicas en casa de Maria Rosa y a veces ambas cosas. Maria Rosa se quedaba conmigo en una habitación contigüa (y con estufa) y controlaba mis escalas y arpegios cuando me tocaba teclear, o bien solfeaba conmigo inmediatamente antes de que me tocase hacerlo delante del profesor.

 Mi madre, entretanto, en casa de mi tía Paquita y siguiendo minuciosamente el dibujo del "papel cebolla",cosía bodoques azules en un mantel de tela de panamá, destinado a formar parte de mi ajuar de boda (tomaba ella la tarea con mucho tiempo) y hacia las ocho de la tarde,los días de conservatorio, esperaba en la puerta a que su hija concluyera la soporífera lección del “mi,fa,sol".

El solfeo siempre me pareció un soberano tostón. A pesar de ello, saqué los cuatro cursos con la máxima nota, gracias a los repasos de Maria Rosa y, he de admitirlo, a que el profesor me tenía mucha simpatía.

Hoy día no sería capaz de leer un solo fragmento del pentagrama aunque de ello dependiera mi vida.

Mi tía Paquita tenía un marido que se parecía a Boris Karloff, el tío Ignacio, al que yo aborrecía...¿Por qué?, os preguntareis: Tenía la estúpida costumbre de apretarme debajo de la nariz con su dedo pulgar, delgada la yema... negra y crecida la uña... Aquello me sacaba de quicio. Mis protestas despertaba su hilaridad y rompía a carcajadas aguardentosas que, en ocasiones, coreaba su mujer. Yo procuraba esquivarlo cuando venía por el pasillo,pero no siempre lo lograba.

Me pregunto por qué se obliga a los niños a dar y recibir besos de todo quisqui. Tal vez sea para que se vayan acostumbrando a esta absurda y antihigienica moda de los mayores.

Un día supe que el tio Ignacio estaba enfermo...

Otro día supe que había muerto...

Y no me importó nada.

Pero volviendo a mis clases de piano,en dos años nunca pasé del primer curso y diré más;en dos años nunca pasé de la segunda lección (aun no sé cómo me dieron por buena la primera) Inútiles las escalas, los arpegios y las gélidas horas invernales en casa de Maria Rosa. Inútil mi regular disposición para complacer a mi madre (que en definitiva era la única interesada en este asunto) En junio,la profesora me dijo por segunda vez que tendría que repetir curso y aquello me dio la clave para, armada de valor, plantear a mi progenitora el fin de mi aventura musical.
Sorprendentemente, aceptó la renuncia con toda naturalidad.Su hija Maria Amparo no sería jamas un Rubinstein. Nunca teclearía “Para Elisa” de Beethoven, pero seguiría ahondando en el “romancero gitano”y eso también tenía señorío.
¿O no?

















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