HISTORIA DE UN REGRESO
Pepe era el dueño de la tintorería del barrio. Gallego,
cincuentón, de risa fácil, químico de carrera y estupendo profesional cuyas
buenas artes me sacaron de no pocos apuros cuando, recién casada, padecí las
múltiples sorpresas de mi primera lavadora automática.
Desde el principio tuvimos una simpática relación presidida por la
complicidad y, frente a mi marido, un honorable pacto de silencio. Apenas me
veía aparecer por su establecimiento, me preguntaba qué nueva pifia había cometido con la ropa.
Entonces, yo dejaba sobre el mostrador esa camisa de indefinidos colores, más semejante
al plano de un tesoro que a una prenda de vestir, o bien toda una serie de
calzoncillos y calcetines estampada de lunares que del azul intenso, iba derivando al rosa
chillón. Pepe ,entre risas, se comprometía al arreglo del desaguisado y yo me
despedía jurándole eterno agradecimiento.
A veces, las manchas eran excusa para hacer un alto en el
aborrecido ajetreo doméstico y charlar de lo humano y lo divino ,hasta que uno
de los dos miraba el reloj. Él, entonces, echaba el cierre y yo salía disparada
con mi carrito de la compra dando botes por la acera.
La casualidad hizo que, en uno de nuestros encuentros, sus
palabras me llegaran como un bálsamo que el destino me anticipó para que
guardara a buen recaudo porque, estaba escrito, no iba a tardar mucho en
necesitar.
Su historia sucedió mucho antes de rompiesen moldes las
publicaciones del doctor Raymond Moody ,acerca de las vivencias de miles de
personas en un estado considerado como muerte clínica.
“Ocurrió- me contaba-que siendo estudiante ,una grave enfermedad
me mantuvo en cama durante casi dos meses.
Sufrí la primera crisis con dieciocho años .Empezó en las
articulaciones de las manos y se fue extendiendo por el resto del cuerpo
paulatinamente. Cada quince días sobrevenía un nuevo ataque y así, en pocas
semanas, me vi reducido a ser un fardo inerte sobra la cama. La fiebre intensa
y persistente era señal inequívoca de que la enfermedad continuaba su proceso y
los médicos temían que mi corazón no resistiera el siguiente embate.
Aquella tarde sentía una tristeza inmensa .Entre sueño y vigilia
me asaltaban pensamientos desoladores: se iba acercando el final y lo sabía .Con
ojos somnolientos fui recorriendo la estancia: las cama niquelada de mi hermano
junto a la mía, las mesillas de noche, el armario, el balcón colgante sobre un
jardín...
“¡Hijo mío ,qué malito estás!”
En la penumbra, la fina silueta de mi madre, como sombra entre las
sombras, se inclinaba para besarme.Con lento movimiento me acarició la frente
y, murmurando una súplica, salió de la habitación.
Rendido cerré los parpados.La fuerza de mis dieciocho años
sucumbía ante un mal, cuyo tratamiento resultaba ser inútiles palos de ciego…
Ya sólo quedaba confiar en Dios.
Repentinamente una descarga de desconocida naturaleza sacudió mi
cuerpo por completo.Como inmerso en la levedad de una nube, sentí que el
sufrimiento, compañero inseparable de los últimos meses, desaparecía sin dejar
recuerdo. De un salto me aventuré fuera de la cama sin notar apenas el contacto
de mis pies con el suelo,si bien, de estos detalles me di cuenta más tarde
puesto que el estupor me impedía entonces cualquier otro razonamiento. Mis
piernas me sostenían y mis brazos obedecían el mandato de abarcar todo el mundo
que me esperaba de nuevo; solo eso importaba…
No puedo describir la sensación que me inundó porque no existe
lenguaje para relatar lo que escapa a nuestros sentidos Nada justificaba aquel
cambio prodigioso ;el origen de tanta felicidad estaba dentro de mí y sus
radiaciones escapaban por cada uno de mis poros.
Salí en busca de mi madre pero algo petrificó mi andadura.¿Dónde
me encontraba? Busque en la esquina del pasillo la vieja alacena de mi casa,
que adornaban fotos y recuerdos,pero no estaba allí, como tampoco la
lamparilla que débilmente la iluminaba.Resultaba difícil determinar la
longitud de aquel desconocido y oscuro corredor.Avancé con torpeza mientras en mi cabeza se sucedían las
preguntas:¿cómo había llegado ese lugar?
Tenía la plena seguridad de no estar soñando,puesto que recordaba cada
instante transcurrido desde el último beso de mi madre,¿a qué obedecía ,entonces la salida del letargo, la total ingravidez? Sin duda,estaba perdiendo la
razón,pero si la locura era eso,no me importaba perderme en ella. Pasados
unos momentos el final del pasadizo se transformó en una luz blanquísima y
brillante que, lejos de cegar, atraía por su hermosura. Me detuve fascinado
ante aquel resplandor, con el único deseo de perderme en otra realidad que, límpida
y esplendorosa, me llamaba con voz inaudible.
Ignoro el tiempo que permanecí en ese estado de beatitud y tampoco
sé qué me hizo reaccionar y volver sobre mis pasos. Sin duda, el propio
desconcierto y el humano temor a lo desconocido, me indujeron a buscar refugio
entre las sábanas, pero una nueva sorpresa me aguardaba y acabó de desquiciar
mi ya escaso raciocinio.Sobre la cama,intacto,pasivo y consumido,yacía el
cuerpo de un muchacho.Lívida la tez, profundas ojeras y unas gotas de sudor
salpicando su frente. Me aproximé lento y aterrado para comprobar que aquel
cuerpo exánime era la clave de todas mis incógnitas .Aquel cuerpo me pertenecía
y estaba...¿muerto?
Si. Muerto .
Volvían a encajar las piezas: la angustia, el dolor y la
enfermedad quedaban atrás junto con mi existencia.
La muerte,mi muerte,resultaba así de simple,así de compleja
también. La tétrica y temible compañera se me mostraba dulce,paciente y
tentadora.
De un lado, lucha y penalidades,del otro sabiduría, quietud,
serenidad eterna...y yo en medio de la encrucijada, vacilante, tendido en la
oscuridad, sintiendo recuerdos e
imágenes que se incorporaban veloces al onírico escenario de mi mente:mis
padres,a quienes no volvería a ver, el amor que nunca gozaría, los hijos,imposibles
ya,tantas y tantas ilusiones de una juventud apenas comenzada...
¡ Dios, no quiero morir !
Como si obedeciera instrucciones,me tumbé sobre el cascarón
inerte de la cama y esperé...
A los pocos segundos, una segunda descarga dio
entrada a dos viejos conocidos :el dolor y la fiebre.
Después de este episodio volvió la ronda de médicos, puesto que
mis padres jamás se rindieron.Gracias a ellos y a un nuevo medicamento que
acababa de llegar a España y del que fui “conejillo de Indias”,salí adelante
hasta hoy, con una salud envidiable.
Así concluyó la experiencia de mi buen amigo Pepe.
Un minuto en el tiempo, unos segundos tal vez que modificaron su
vida y que pocos años más tarde, por un piadoso juego del azar, ayudaron a que
la mía continuara.
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